
Si los celulares ya habían empezado a cambiar los rituales de socialización, el estallido de las redes sociales terminó por transformarlos completamente. Y la combinación de ambos es, sencillamente, una revolución.
Los padres de ahora no tienen ni idea de todas las posibilidades que se les presentan a sus hijos gracias a la tecnología. No hay necesidad de referenciar a modas que aún no se masifican por aquí, como Tinder o Snapchat. Basta con recordar algo sencillo: las aplicaciones de los celulares no tienen historial, como la web. Si un mensaje se borra de WhatsApp o del Facebook, incluso si un padre accede al celular de su hijo, no tiene forma de saber qué se dijo por allí.
La vida privada de los chicos puede ser cada vez más privada hasta tal punto que puede convertirse en paralela. Anteayer, la hija de un amigo no volvió del colegio. Los padres, entonces, descubrieron dos cosas: la primera, que su hija tenía cuatro cuentas de Facebook (en dos de ellas aparece con un novio que jamás habían visto). Lo segundo, que la chica estaba involucrada en una red de “eventos juveniles por las tardes”: fiestas para adolescentes, los sábados en la tarde.
Funcionan exclusivamente por Facebook, donde se generan los contactos que entregan pulseras que sirven como pases. Los chicos tienen que vender esas pulseras a otros chicos que, a su vez, tienen que venderlas. Como una especie de esquema piramidal. La hija de mi amigo nunca había acudido a esas fiestas pero eso no importa: no hay necesidad. La fiesta física es sólo una parte de la experiencia; el resto, ocurre en las redes.
Mi amigo, de treintaipocos, no es un inmigrante digital. No es un padre que con las justas sabe prender la computadora y se dedica a mandar powerpoints todo el día. Es, de hecho, todo lo contrario: una de las personas que más saben de los fenómenos sociales en Internet. Y, sin embargo, se encuentra en esta horrible situación.
Hay formas de monitorear todo lo que hacen tus hijos. En Windows 8 vienen controles embebidos con usuarios de niños que sirven para monitorear lo que hacen, todo el rato. Incluso se puede sincronizar con una tablet que use Windows para autorizar hasta las apps que usan. Esto puede ser útil. Pero no lo es todo.
“La respuesta no es tecnológica, sino básicamente social”, terquea Roberto Bustamante, investigador de nueve tecnologías en la Universidad Ruiz de Montoya. “No se trata de que los padres censuren, porque al final los chicos van a darles la vuelta con una nueva aplicación o una nueva moda, sino que se establezca una relación de confianza”.
Esto es mucho más fácil de decir que de hacer, por supuesto. Los niños y adolescentes tienen la posibilidad de construir sus vidas completamente al margen de la de sus padres. Ellos son la primera generación que puede hacerlo. Al igual que sus padres, ellos tampoco tienen de quién aprender. Será duro, también, para ellos. Hay pocas situaciones menos envidiables que la de ser padres de adolescentes en estos tiempos.
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