Cristal de Mira, columna de opinión de Humberto Campodónico publicada el lunes 9 de junio en La República

Un tema clave del libro de Thomas Piketty, El Capital en el Siglo XXI, es: ¿la evolución en la repartición de la riqueza en los países occidentales ha aumentado o disminuido en los últimos 30 a 40 años? ¿Quién tiene razón, Simon Kuznets o Carlos Marx? Recordemos que el primero decía que había una tendencia a la disminución, mientras Marx decía lo contrario.
Según Kuznets, la evolución económica determina que, al principio, las sociedades capitalistas tienden a ser desiguales, debido a que es necesaria una concentración de la riqueza para que esta pueda seguir reinvirtiéndose. En ese lapso, los salarios tendrán que ser más bajos. Pero, llegado a cierto punto, la polarización creciente disminuiría, por el efecto mismo del crecimiento económico.
Eso parecía haber sucedido, ya que la incuestionable enorme desigualdad existente desde la segunda mitad del Siglo XIX hasta la I Guerra Mundial, había comenzado a disminuir desde los años 30. Y en los años 50 a 60, las cifras de Kuznets mostraban una tendencia creciente a la igualdad. Sin embargo, desde fines de los años 70, dice Piketty, la tendencia se revierte y hoy las cifras de desigualdad son iguales o peores a las de “La Belle Epoque”.
Este solo planteamiento se aparta totalmente de la “ciencia pura” de los economistas ortodoxos, para quienes no existe historia ni, menos aún, características singulares de las estructuras económicas de una sociedad. Piketty se reclama del enfoque de la economía política (dice que es una expresión “un poco viejita”), necesaria para entender el contexto en que se desenvuelven los fenómenos económicos.
Partiendo de ese enfoque, se nos viene a la mente el libro “El corto Siglo XX” del historiador británico Eric Hobsbawn. Dice que este comenzó en 1917 con la revolución rusa y terminó en 1989-1991 con la caída del Muro de Berlín y la Unión Soviética. Hobsbawn constata que las enormes tasas de crecimiento de la URSS desde fines de la década del 20 y los años 30 (como las que tiene hoy China) se dan al mismo tiempo que la crisis capitalista de 1929 y la Gran Depresión de los años 30.
Y, también, que la salida de dicha crisis se da con políticas económicas del tipo “Nuevo Acuerdo” de Roosevelt de los años 30, que derivaron luego en el “Estado del Bienestar” en EEUU y Europa Occidental, después de la II Guerra Mundial. Estas políticas económicas keynesianas rompieron el concepto neoclásico de que la economía capitalista está siempre en equilibrio y/o tiende hacia él, motivo por el cual no debe haber intervención alguna del Estado, ya que “se perjudica” el libre mercado.
Dicho de otra manera: como se tenía al frente un Estado soviético que crecía y crecía (ganando adeptos) se tomaron prestadas varias de sus armas para tratar de solucionar el impasse capitalista. Mientras eso duró, la tendencia hacia la igualdad en la distribución de la riqueza – Kutznets dixit– se expresó claramente en las estadísticas.
En los años 80 el “socialismo en un solo país” llegó a su límite: la concentración estatal autoritaria y las políticas de “arriba para abajo” eran ineficientes y, además, minaban las iniciativas individuales. El empujón final se lo dio la “carrera armamentista” de Ronald Reagan, que rompió todas las costuras del molde soviético.
Desaparecida la amenaza de la pérdida de la propiedad del capital, sus propietarios se sintieron de nuevo en la Belle Epoque, pero “recargada” ahora con la globalización y la predominancia del capital financiero. Y se lanzaron “en busca del tiempo perdido” durante el corto siglo XX, tratando de hacer retroceder todo “lo social” que trajo el Estado de Bienestar y que ahora es una traba para sus intereses.
Y vaya si lo están recuperando. Dice Piketty que el capital-propiedad ha vuelto a aumentar enormemente, en el contexto actual de crecimiento lento y de aumento de las ganancias del capital financiero (que son varias veces mayores a las del capital productivo). ¿Por qué? Porque esto hace que la relación entre el patrimonio acumulado y el nivel de producción aumente a favor del primero.
Esto favorece, también, a los herederos de grandes fortunas, pues esa riqueza crece más que la economía. En ese momento Piketty recuerda un diálogo de dos personajes de Balzac: Vautrin le aconseja a Rastignac que para ser rico no tiene que estudiar, sino casarse con una heredera.
¿Cuál es la salida de Piketty? Una, volver a gravar al gran capital con los niveles de impuestos “confiscatorios” de los años 30. Otra, la “utopía útil”: ponerle un impuesto mundial al capital para “salvar al capitalismo de los capitalistas”. Vaya, vaya. Ponerle ese cascabel al gato necesita una correlación política distinta a la actual.
Este libro es una inyección refrescante para la economía, que es una ciencia social y no una caja de herramientas. Por eso, ya comienza a ser banalizada (Piketty rock star) y “bajoneada”, para minimizarla. Piketty pone en el primer plano y hace visible al dinero, allí donde sus propietarios prefieren la opacidad. Quizá el mayor de sus méritos sea que nos obliga a re-pensar –mejor sería, a cambiar- nuestra representación del mundo, paso previo para otras acciones políticas.